jueves, 18 de abril de 2013

El Increíble Hombre Menguante (Jack Arnold, 1957)

El cine no es un fenómeno separado de su sociedad y de su cultura. No es extraño que la edad de oro de la ciencias, también lo sea del cine de ciencia ficción. El Increíble Hombre Menguante forma parte de la etapa gloriosa de este género, junto con La Mosca, Ultimátum a la Tierra o El Enigma de Otro Mundo, entre otras. Películas todas ellas que tenían en común un presupuesto escaso, vivir su condición de cine marginal sin complejos, lo que las hacía muy frescas y audaces, y sobre todo un argumento tan audaz y desafiante como sólido.
         Como no podía ser de otro modo, la película en principio es un aviso sobre los peligros de la radioactividad, la verdadera obsesión de la época. Sobre esta advertencia se construye una hermosa fábula sobre la naturaleza y la dignidad humana. El Increíble Hombre Menguante es una reflexión sobre la equivalencia del macrocosmos y el microcosmos, o dicho de otra manera, como independientemente de la escala de observación, ya sean átomos o estrellas, lo real se nos muestra infinitamente complejo y maravilloso.
    Y en torno ha esta profunda reflexión física se articula el verdadero motor de la película: la vida Scott Carey, el hombre menguante. A medida que empequeñece, emprende un viaje hacia sí mismo; una viaje con etapas amargas y dulces: el sufrimiento, la mofa, la más profunda soledad, la aceptación, el encuentro de uno mismo, la contemplación de la verdad... En cierta manera, nuestro protagonista mientras se hace más pequeño como cuerpo, se va haciendo más grande como hombre.
    Y esta maravillosa odisea está contada en algo más de una hora, sin una sola palabra de más, de un modo exquisitamente sobrio y sutil. 
     Sin los alardes intelectuales del cine de ciencia-ficción posterior, grandilocuente sobre todo a partir de 2001: Una Odisea en el Espacio, El Increíble Hombre Menguante es toda una clase de Teología de la Creación, al tiempo que una maravillosa historia sobre un ser humano, y la excepcionalidad de cada vida.
     Metafísica de bolsillo y casi involuntaria. La mejor demostración de que el tamaño no importa. Preciosa.

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