jueves, 29 de mayo de 2014

El Proceso de Juana de Arco (Robert Bresson, 1962)

Tuve el honor, en una de mis primeras publicaciones, de dar mi opinión sobre la Pasión de Juana de Arco, del maestro danés Carl Dreyer, una obra cinematográfica con mayúsculas. No suelo creer en las comparaciones, aunque a veces son convenientes. No se trata de un concurso en el que analizando pros y contras llegaremos a un vencedor. La realidad es compleja, y nuestro juicio no debe depender de contar los items cumplidos por una y otra. Si las comparo es para mostrar de que dos formas tan diferentes entendieron el cine dos genios absolutos, y como una misma historia puede abordarse bajo dispares puntos de vista, con maravillosos resultados en un caso y otro
     Si la obra de Dreyer tiene un marcado carácter patético y exaltado, de una religiosidad evidente (la exploración del rostro de Juana me recuerda al de los Cristos barrocos de mi querida Andalucía), Bresson toma un camino diferente. Fiel a su concepto del cinematógrafo (a él no le gustaba hablar de cine, pues lo consideraba un pseudoarte, una mera versión grabada y desnaturalizada del teatro) el rasgo dominante en la obra es la sobriedad. Bresson no utiliza la cámara como medio para contarnos una historia, sino como un ojo que es prestado al espectador para que el asista en primera persona a lo que está ocurriendo. 
    En un primer momento, el arte de Bresson, sobre todo si se compara con el de Dreyer puede parecer distante, frío, casi entomológico. Pero es precisamente ese distanciamiento el que permite que sean las imágenes y sonidos los que hablen directamente al espectador, prácticamente sin interferencias. El francés elimina en la película todo lo que es superfluo y puede distraer. No hay música, ni imágenes hermosas, ni siquiera actuaciones (a Bresson no le gustaba el término actores, sino que hablaba de modelos). Todo en la película es esencial, no falta nada, como tampoco sobra.
    En su absoluto minimalismo y contención, el proceso de Juana de Arco, es una obra inigualablemente conmovedora. La diferencia estriba, en que en lugar de buscar el sentimiento de forma fácil y estereotipada, inundando al espectador (aunque tal vez sería mejor decir, en el caso de Bresson, testigo), Bresson intenta presentar la verdad en su forma más desnuda y pura posible, para que poco a poco nos cale. Y, como en la fábula de la liebre y la tortuga, lo importante no es llegar rápido, sino llegar lejos, de forma que lenta y progresivamente la historia de la doncella de Orleans, se convierte delante de nuestros ojos, en una encarnación de la lucha entre la bondad del ser humano, inocente e indefenso, contra la maldad de la todopoderosa sociedad, con sus mezquinos intereses políticos y económicos.