jueves, 7 de agosto de 2014

Beatus Ille (Antonio Muñoz Molina - Novela)

Antonio Muñoz Molina es un autor que me gusta. He leído cuatro libros suyos: Beltenebros, Plenilunio, La Noche de los Tiempos y el que aquí nos ocupa. Junto con Javier Cercas es mi escritor español actual favorito. Creo que en esta novela, cuya primera parte se me hizo muy cuesta, aunque luego mejoró, le puede el virtuosismo. Abunda excesivamente en descripciones interminables e innecesarias. La novela mejora, y mucho, cuando el escritor se olvida del ejercicio de estilo, y se centra en los aspectos morales y, en general, humanos de sus personajes. Aquí Muñoz Molina demuestra ser una persona de una gran sensibilidad y agudeza, capacitado para bucear por los oscuros entresijos del corazón del hombre. Sin embargo, éstas perlas se encuentran muy de vez en cuando, y en el libro, hay mucha más pompa que sustancia. El hecho de que esté ambientada en los años de la guerra civil tampoco ayuda. La verdad este tema me cansa. Con frecuencia, leo, a modo de excusa, que aunque sea su marco no es su tema principal, y que se eligió éste como podría elegirse cualquier otro. Lo dudo mucho, Un escritor no toma una decisión de este tipo a la ligera, y la guerra civil es una parte sustancial de la obra, que carecería de sentido en cualquier otro contexto.
    Muñoz Molina intenta en Beatus Ille lo mismo que en Plenilunio: trascender las etiquetas... Aunar literatura "grande" con literatura "de género". Con una diferencia, Plenilunio es una obra maestra que lleva la novela negra a otro nivel. En cambio, Beatus Ille fracasa en su intento de ser una mezcla entre Dostoyevsky, Agatha Christie, y (en fin) un libro sobre la guerra civil. El ritmo es lento, la trama típica y la narración confusa. Además la introducción del elemento erótico-amoroso es odiosa. No aporta nada a la historia, no viene a cuento, adquiere un tono más propio de un libro que aspire al premio La Sonrisa Vertical, y está muy manido. ¿es que todavía seguimos con el tópico de que todo quijote necesita su dulcinea? Siempre me han gustado los héroes solitarios. 

lunes, 4 de agosto de 2014

Locke ( Steven Knight, 2013)

Siempre he pensado que, en términos literarios, el cine suele dar lo mejor de sí cuando se acerca más al cuento que a la novela. Sin embargo, posiblemente por el mayor prestigio de la segunda, el relato largo ha sido con mucha más frecuencia fuente de inspiración para los cineastas que el relato corto. 
    Si nos paramos a pensar, una película con un metraje razonable, digamos de hasta unas dos horas y media, dificilmente tendrá la posibilidad de desarrollar extensamente sus personajes y situaciones, como lo hace una novela de, al menos, trescientas páginas. Podríamos discutir mucho y muy profundamente sobre los diferentes lenguajes, el cinematográfico y el literario, sobre sus características, virtudes y limitaciones. Desde luego no es mi intención. Lo que quiero decir, en resumen, es que, al querer verse reflejado en la "gran" literatura, el cine se ha encontrado siempre con una barrera infranqueable: el tiempo.
    En cambio, los cuentos son un modelo, en principio más idóneo para las películas. Concisos, breves, alegóricos y más directos que las novelas, lo que no pueden lograr de forma extensiva, si pueden hacerlo de manera intensiva.
   Locke es un gran ejemplo de "cuento" cinematográfico. Una original película que se desarrolla con un único personaje físico, en los escasos metros cúbicos de un automóvil y, prácticamente, en tiempo real. A la manera, de la maravillosa "Duel" de Spielberg, esta pequeña joya británica aplica el principio, que tan bien suele funcionar en el cine de "menos es mas", en las antípodas del artificio y pretensiosidad que caracteriza, tanto a las películas "comerciales" como a las "intelectuales". Una obra que tiene el mérito de concentrar en un viaje la esencia de una vida, y al que le bastan apenas hora y media para retratar en toda su complejidad un personaje. Y de la que se puede sacar una lección: no hay mejor manera de mostrar la interioridad que mediante la sobriedad exterior.
    No quiero despedirme sin dos pequeños apuntes. Primero, quitarme el sombrero ante Tom Hardy, que lleva sobre sus hombros todo el peso de la narración. Segundo, destacar lo bien que suelen llevarse, cine, automóviles, carreteras y eléctricos paisajes urbanos nocturnos, como nos han mostrado, el ya citado, Spielberg, Michael Mann o Winding Refn, a los que ahora se suma Steven Knight. La química entre todos estos elementos no deja de sorprenderme... tal vez se deba a que todos son hijos de la Revolución Industrial. En cualquier caso, no dejéis de ver esta película.
    ¡Feliz Agosto!

lunes, 21 de julio de 2014

Post Tenebras Lux (Carlos Reygadas, 2012)

En mi humilde opinión, Post Tenebras Lux es un ejemplo perfecto de la razón del divorcio entre crítica y público en el cine de los últimos años. Cualquier espectador sensato, únicamente verá una ausencia casi total de argumento, un desprecio absoluto por cualquier coherencia narrativa y, en definitiva, un aburridísimo e infumable bodrio que dura dos eternas horas. Sin embargo, el sesudo crítico verá un ejercicio estilístico de un artista muy personal, una exploración de las capacidades expresivas del sétimo arte,... En resumen, una obra maestra, cuyo aprecio está reservada una élite que ha educado sus gusto tras un largo, esotérico y sacrificado ejercicio de iniciación.
    No soy yo quien va a negar la necesidad de educar el gusto. Un espectador joven promedio se sentirá más cerca de una película como Transformers que de cualquiera de la obras de Dreyer, Mizoguchi o Bresson, como simpatizará más con la música de Miley Cyrus que con la de Beethoven. Pero de ahí a intenta hacer que el personal comulgue con ruedas de molino hay un trecho.
    He visto infinidad de películas a lo largo de mi vida, he visto como mi gusto cambiaba de los héroes de acción de los 80 a los grandes maestros del cine. Me considero un espectador educado capaz de apreciar, aunque sea mínimamente el arte cinematográfico, y en esta cosa de Carlos Reygadas sólo he visto un insoportable ejemplo de la típica actitud que caracteriza al arte contemporáneo de: "yo soy el artista, el genio, y no tengo la obligación de explicarme,... eres tú mero y vulgar espectador el que me tiene que entender, aunque lo que diga no sean más que estupideces, o lo primero que me ha venido a mi real y genial gana", lo que consecuencia genera en el espectador "ilustrado" la típica actitud de "no he entendido nada y me he aburrido como una ostra, pero que tengo que convencer a los demás e incluso a mi mismo, de que he asistido a un ejemplo sublime de arte mayor, no sea que quede como un espectador inculto y ordinario".
    Lo siento, señor Reygadas. Durante un hora me esforcé en apreciar su arte. Me esforcé ver en sus interminables planos distorsionados un trascender el lenguaje cinematográfico común, en trocar su ausencia de argumento en un fiel reflejo del carácter caótico, impredecible y misterioso de la vida, en convertir las pésimas actuaciones en naturalidad... Pasado ese tiempo, mi cerebro se cansó de remar contracorriente. Su obra, y utilizo esta palabra como diminutivo de película, cuando normalmente la utilizo como superlativo, es una soberana tontería.
    ¿Cuando los brillantes críticos dejarán de comportarse como los hipócritas súbditos del cuento de Andersen y asegurar que el Emperador viste maravillosamente cuando que es evidente que está desnudo? Con su actitud le están haciendo al cine más daño que las superproducciones que tanto desprecian.

jueves, 29 de mayo de 2014

El Proceso de Juana de Arco (Robert Bresson, 1962)

Tuve el honor, en una de mis primeras publicaciones, de dar mi opinión sobre la Pasión de Juana de Arco, del maestro danés Carl Dreyer, una obra cinematográfica con mayúsculas. No suelo creer en las comparaciones, aunque a veces son convenientes. No se trata de un concurso en el que analizando pros y contras llegaremos a un vencedor. La realidad es compleja, y nuestro juicio no debe depender de contar los items cumplidos por una y otra. Si las comparo es para mostrar de que dos formas tan diferentes entendieron el cine dos genios absolutos, y como una misma historia puede abordarse bajo dispares puntos de vista, con maravillosos resultados en un caso y otro
     Si la obra de Dreyer tiene un marcado carácter patético y exaltado, de una religiosidad evidente (la exploración del rostro de Juana me recuerda al de los Cristos barrocos de mi querida Andalucía), Bresson toma un camino diferente. Fiel a su concepto del cinematógrafo (a él no le gustaba hablar de cine, pues lo consideraba un pseudoarte, una mera versión grabada y desnaturalizada del teatro) el rasgo dominante en la obra es la sobriedad. Bresson no utiliza la cámara como medio para contarnos una historia, sino como un ojo que es prestado al espectador para que el asista en primera persona a lo que está ocurriendo. 
    En un primer momento, el arte de Bresson, sobre todo si se compara con el de Dreyer puede parecer distante, frío, casi entomológico. Pero es precisamente ese distanciamiento el que permite que sean las imágenes y sonidos los que hablen directamente al espectador, prácticamente sin interferencias. El francés elimina en la película todo lo que es superfluo y puede distraer. No hay música, ni imágenes hermosas, ni siquiera actuaciones (a Bresson no le gustaba el término actores, sino que hablaba de modelos). Todo en la película es esencial, no falta nada, como tampoco sobra.
    En su absoluto minimalismo y contención, el proceso de Juana de Arco, es una obra inigualablemente conmovedora. La diferencia estriba, en que en lugar de buscar el sentimiento de forma fácil y estereotipada, inundando al espectador (aunque tal vez sería mejor decir, en el caso de Bresson, testigo), Bresson intenta presentar la verdad en su forma más desnuda y pura posible, para que poco a poco nos cale. Y, como en la fábula de la liebre y la tortuga, lo importante no es llegar rápido, sino llegar lejos, de forma que lenta y progresivamente la historia de la doncella de Orleans, se convierte delante de nuestros ojos, en una encarnación de la lucha entre la bondad del ser humano, inocente e indefenso, contra la maldad de la todopoderosa sociedad, con sus mezquinos intereses políticos y económicos. 

viernes, 28 de marzo de 2014

Kumonosu-jô (Akira Kurosawa, 1957)

No sé el título con el que se conoce esta película en España, ni siquiera  si llegó a estrenarse. En inglés se la tituló "Throne of Blood" (Trono de Sangre), aunque probablemente la traducción del original vendría a ser algo así como "El Bosque de la Telaraña". 
    No es ningún misterio, para los que estamos familiarizados minimamente con la obra del maestro japonés, la admiración que éste sentía por Shakespeare. Kurosawa también era un explorador de las profundidades del alma humana, y como el dramaturgo inglés, teje sus historias alrededor de las pasiones  fundamentales (envidia, arrogancia, poder, avaricia, valor...). La principal fuente de la que bebe Trono de Sangre es de MacBeth, la inmortal obra de Shakespeare sobre un valiente noble escocés que, cegado por el afán de poder y  condicionado por su viperina mujer, traiciona a su rey para usurpar el trono, lo que desemboca en una imparable espiral autodestructiva de culpa y miedo.
     Cualquiera que haya leído la sabe que los materiales son típicamente Shakespearianos: promesas que se vuelven maldiciones, lo irremediable del homicidio, la culpa que acorrala y acusa al asesino cuando más a salvo se siente, y, sobre todo, la inevitable distancia que crea el crimen entre quien lo comete y el resto de la humanidad, y cómo lo aleja definitivamente de sus semejantes, poseedor de un secreto horrible e inconfesable que lo recome sin remedio. Junto con Hamlet, tal vez sea MacBeth la obra más shakesperiana del propio Shakespeare. 
    Me imagino que revisar el trabajo de cualquier genio también sea una realidad de dos caras. Por un lado, se trabaja sobre seguro, pero por otro lo más probable es que no se tenga gran cosa que aportar.
    Trono de Sangre no es meramente una versión cinematográfica de la historia del vil y desgraciado noble escocés. Kurosawa proviene de una tradición muy diferente, y, siendo un genio como es, la recrea de una manera profundamente personal y fiel a un tiempo. El japonés se aleja del texto original. No consiste en poner en imágenes la obra original, sino de asimilarla y hacerla propia, de manera que se muestre al público de una manera inédita, sorprendente y, sobre todo, profundamente sincera. Escocia se ha sustituido por Japón, los nobles por samuráis, los reyes son señores de feudales, y las verdes tierras altas de Escocia son ahora agrestes, desolados y poderosos paisajes volcánicos. Pero lo fundamental es la traducción de un lenguaje literario a uno genuinamente cinematográfico. Kurosawa es y será uno de mis directores favoritos porque es uno de los artistas que más ha hecho porque el cine entidad propia, alejada de la del teatro o la literatura. Los típicos soliloquios shakesperianos no aparecen por ningún lado, no asistimos a dudas existenciales o luchas internas que se manifiestan con palabras. En lugar de eso es la luz, el color, el sonido, el viento, la expresión facial y la composición de la escena lo que determinan el tono narrativo y moral.
    Y es en esta sobriedad y desnudez, tan típicamente niponas, donde la obra alcanza alturas que llegan a superar al original. Kurosawa expresa de una forma mil veces más descarnada que Shakespeare la crueldad y maldad sobre la que se funda todo imperio, probablemente porque el japonés fue testigo de abismos en el hombre que el inglés no podría  ni haber sospechado, debido a la II Guerra Mundial (bombas atómicas lanzadas sobre ciudades inocentes incluidas). 
    Con Trono de Sangre, Kurosawa vuelve a dar una lección de cine y entendemos porque Tarkovsky lo tenía como uno de sus modelos y maestros. En comparación, otras versiones de MacBeth (incluso la de Orson Welles) parecen meramente académicas.

domingo, 23 de marzo de 2014

Original y Copia II: La Mosca (Kurt Neumann, 1958 - David Cronenberg, 1986)

En la anterior entrega de "Original y Copia" señalé una clara ganadora. En esta ocasión nos encontramos ante dos películas que, pese a parir de la misma base: un relato corto escrito George Langelaan en 1957 para la revista ¡Playboy!, son completa y maravillosamente distintas. Incluso se da la paradoja de que me inclino personalmente por aquella que cinematográficamente es más débil... Como decía Pascal: el corazón tiene razones que la razón no entiende. Intentaré explicarme a continuación.
    La versión más antigua es un claro ejemplo del cine de ciencia ficción de serie B de finales de los 50, con sus motivos recurrentes: las dos caras de la ciencia, que la hace pasar de sueño a pesadilla, la incapacidad del hombre por controlar los resultados de sus propios logros y el peligro de jugar a ser Dios. Nos encontramos en plena guerra fría, con la amenaza nuclear pendiendo sobre nuestras cabezas y la Física es el paradigma de ciencia (en la versión moderna lo será la Biología): se habla de átomos, radiaciones y electromagnetismo. Muchos se ríen de la absurda base científica de la obra. No estoy de acuerdo. En primer lugar porque la película no pretende disertar sobre la posibilidad de un hombre-insecto, sino que lo utiliza para resaltar los resultados monstruosos a los que la aplicación imprudente de nuestros conocimientos nos puede conducir. Me apasiona la ciencia, y en este sentido, la película me interesó de principio a fin. La Mosca no es una obra maestra, ni pretende serlo, lo que yo considero que es su gran virtud. Tengo la impresión, de que su única intención es poner en imágenes lo que Langelaan escribió apenas un año antes, sin más pretensiones, lo que hace de manera admirablemente sencilla y eficaz, cuidando los aspectos intelectuales y, sobre todo, humanos de la historia (inolvidable la escena en la que el científico, en un ballet, al que ha invitado a su esposa, se ausenta de todo lo que ocurre y empieza a desarrollar ecuaciones en un folleto... en esa breve secuencia se resume el comportamiento científico: la frágil frontera entre curiosidad, interés y obsesión, el científico como eterno niño, alejado del mundo "adulto"). Y, lo que no tiene menor mérito, en ningún momento se acerca al gran referente de toda historia sobre hombres-insecto: La Metamorfosis de Kafka.
    La película de Cronenberg sólo se parece a la anterior en el título. El director canadiense es uno de los grandes autores del último cuarto de siglo, con una obra profundamente personal y sorprendentemente sólida, desde Scanners (1981) a Promesas del Este (2007), en la que ha encadenado maravilla tras maravilla. Evidentemente un artista tan personal no se va a limitar a los tópicos de un cine que obedece a un género y a una época muy concretos. Más bien parece que Cronenberg utiliza la historia de Langelaan como excusa para desarrollar su propia obsesión: la carne en todas sus facetas, como deseo, como adicción, como sustancia frágil, degradada; la carne que duele, que muere, que desea, que vive; atrayente y repulsiva al mismo tiempo,... una lectura bastante personal y bizarra de la eterna lucha entre el amor y la muerte, que no da tregua al espectador y que lo somete a secuencias que lo llevan al límite de su aguante. Curiosamente este discurso tan propio lo acerca al referente kafkiano, lo que es otra paradoja. El horror en Cronenberg (y todas sus películas son, en un sentido u otro, horribles) nunca es gratuito, sino que es algo inherente a su visión del mundo; algo que nos podrá gustar más o menos, pero cuya originalidad y autenticidad no podrmos negar. Muchas veces pienso en el canadiense como en un Edgar Allan Poe contemporáneo, un poeta de lo enfermizo.
    Concluyo diciendo que si la primera es una típica película de género, la segunda es una típica película de autor. ¿Esto hace a la segunda mejor? Desde un punto de vista estrictamente "cinematológico" puede que sí. En teoría lo primero que se espera de un artista es que sea personal. Sin embargo en este caso me quedo, por una ligera ventaja, con esa humilde obra sin pretensiones que relata la historia de un científico al que un experimento le sale rana (en este caso, mosca), frente a la obra de un artista complejo y difícil que nos enfrenta con su grotesca cosmovisión. Se me podrá decir que como la primera versión hay muchas películas. Ciertamente la película de Neumann es una película de género, a lo que yo diré que también lo es la de Cronenberg, aunque en este caso el género sea su propia obra. A veces simpatizo más con el humilde director-artesano que se anula en su obra, que con el complicado artista que se sobrepone a ella. Además, siempre encuentro un aliciente en la sutileza, y la primera película logró conmoverme sin ser tan (dicho suavemente) gráfica.

domingo, 16 de marzo de 2014

Original y Copia I: Cape Fear (1962, J. Lee Thompson - 1991, Martin Scorsese)

Lo primero que quiero aclarar es que a menudo decir que la película más antigua es la original y la reciente la copia no es del todo exacto. Es común que ambas sean diferentes versiones de una obra anterior, normalmente un cuento, novela u obra de teatro, por lo que considerar que la primera película en hacerse es más original no tiene ninguna justificación. Incluso se da la circunstancia de que la película más nueva precisamente tenga la intención de reivindicar la obra original, que en la adaptación anterior no se ha respetado. 
    En definitiva, lo que quiero decir es que al hablar de originales y copias debemos matizar e informarnos bien y no ir por el camino fácil de afirmar que la más nueva siempre es una copia de la anterior.
     Bien... ¿Y cual es el caso de Cape Fear? La obra original es una novela de 1957 titulada The Executioners, de John D. MacDonald, lo que nos haría pensar que ambas versiones son hijas, una ciertamente mucho más joven que la otra, de la misma madre. Sin embargo, al comparar las dos versiones, claramente se aprecia que la de Martin Scorsese es descendiente directa de la de 1962, y que su relación con la novela es totalmente tangencial...
     Viendo las dos películas de manera seguida, lo que pienso que es un ejercicio muy interesante y formativo para cualquier cinéfilo, se aprecia una diferencia clara, que es extrapolable al cine "clásico" y al "contemporáneo" en general. 
     La película de 1962 es limpia, concisa, pausada e inteligente. Los actores están maravillosos (especialmente Mitchum, que literalmente es come las escenas), el guión se desarrolla natural e implacablemente, relatando el acercamiento sigiloso e imparable de un auténtico depredador, hacia sus desvalidas víctimas. No sobra ninguna toma, en ningún momento hay prisas o chapuzas. Todas las transiciones son naturales... El director sabe que los mejores platos se cocinan a fuego lento, y que es mucho más aterradora la amenaza sugerida que la manifestada.
    Por contraste, la de Scorsese es atropellada, exagerada y efectista. El histrionismo de los actores incluso la convierte en ocasiones en una comedia involuntaria. En ella se aprecia la mala costumbre del cine más moderno de buscar más que entretener o tensar al respetable, aturdirlo a base de ruido, montaje frenético y la sucesión de clímax tras clímax, lo que al final conduce a un hartazgo infinito. Y no es que sea precisamente reciente, por lo que creo que nos acercamos al cuarto de siglo de despropósito narrativo.
     No todo es malo en la versión de 1991. Scorsese es un buen director, y siempre podemos encontrar algo de interés en sus films. Aunque sólo fuera por los aspectos sociológicos, merece la pena ver la película, y, especialmente, compararla con la anterior. La familia modelo de la primera se ha desestructurado por completo, los papeles y cataduras morales se confunden. El padre ya no es padre, ni el marido es ya marido, como tampoco la niña es niña, etc. Lo moral, tan diáfano en la primera versión, se ha diluido y confundido. Tal vez, si Scorsese se hubiera agarrado con fuerza a este hallazgo hubiera hecho una gran película, profundamente distinta a la primera. Pero inexplicablemente, opta por el camino fácil... Llenar el vacío de su propuesta con ruido, sobreactuación y confusión visual... exactamente como lo haría un mediocre Roland Emmerich o un, aún peor Michael Bay.
     En este caso hay una clara ganadora. La original es una obra maestra, maravillosa, valiente e inolvidable. La "copia" es, siendo indulgentes, mediocre.