viernes, 28 de marzo de 2014

Kumonosu-jô (Akira Kurosawa, 1957)

No sé el título con el que se conoce esta película en España, ni siquiera  si llegó a estrenarse. En inglés se la tituló "Throne of Blood" (Trono de Sangre), aunque probablemente la traducción del original vendría a ser algo así como "El Bosque de la Telaraña". 
    No es ningún misterio, para los que estamos familiarizados minimamente con la obra del maestro japonés, la admiración que éste sentía por Shakespeare. Kurosawa también era un explorador de las profundidades del alma humana, y como el dramaturgo inglés, teje sus historias alrededor de las pasiones  fundamentales (envidia, arrogancia, poder, avaricia, valor...). La principal fuente de la que bebe Trono de Sangre es de MacBeth, la inmortal obra de Shakespeare sobre un valiente noble escocés que, cegado por el afán de poder y  condicionado por su viperina mujer, traiciona a su rey para usurpar el trono, lo que desemboca en una imparable espiral autodestructiva de culpa y miedo.
     Cualquiera que haya leído la sabe que los materiales son típicamente Shakespearianos: promesas que se vuelven maldiciones, lo irremediable del homicidio, la culpa que acorrala y acusa al asesino cuando más a salvo se siente, y, sobre todo, la inevitable distancia que crea el crimen entre quien lo comete y el resto de la humanidad, y cómo lo aleja definitivamente de sus semejantes, poseedor de un secreto horrible e inconfesable que lo recome sin remedio. Junto con Hamlet, tal vez sea MacBeth la obra más shakesperiana del propio Shakespeare. 
    Me imagino que revisar el trabajo de cualquier genio también sea una realidad de dos caras. Por un lado, se trabaja sobre seguro, pero por otro lo más probable es que no se tenga gran cosa que aportar.
    Trono de Sangre no es meramente una versión cinematográfica de la historia del vil y desgraciado noble escocés. Kurosawa proviene de una tradición muy diferente, y, siendo un genio como es, la recrea de una manera profundamente personal y fiel a un tiempo. El japonés se aleja del texto original. No consiste en poner en imágenes la obra original, sino de asimilarla y hacerla propia, de manera que se muestre al público de una manera inédita, sorprendente y, sobre todo, profundamente sincera. Escocia se ha sustituido por Japón, los nobles por samuráis, los reyes son señores de feudales, y las verdes tierras altas de Escocia son ahora agrestes, desolados y poderosos paisajes volcánicos. Pero lo fundamental es la traducción de un lenguaje literario a uno genuinamente cinematográfico. Kurosawa es y será uno de mis directores favoritos porque es uno de los artistas que más ha hecho porque el cine entidad propia, alejada de la del teatro o la literatura. Los típicos soliloquios shakesperianos no aparecen por ningún lado, no asistimos a dudas existenciales o luchas internas que se manifiestan con palabras. En lugar de eso es la luz, el color, el sonido, el viento, la expresión facial y la composición de la escena lo que determinan el tono narrativo y moral.
    Y es en esta sobriedad y desnudez, tan típicamente niponas, donde la obra alcanza alturas que llegan a superar al original. Kurosawa expresa de una forma mil veces más descarnada que Shakespeare la crueldad y maldad sobre la que se funda todo imperio, probablemente porque el japonés fue testigo de abismos en el hombre que el inglés no podría  ni haber sospechado, debido a la II Guerra Mundial (bombas atómicas lanzadas sobre ciudades inocentes incluidas). 
    Con Trono de Sangre, Kurosawa vuelve a dar una lección de cine y entendemos porque Tarkovsky lo tenía como uno de sus modelos y maestros. En comparación, otras versiones de MacBeth (incluso la de Orson Welles) parecen meramente académicas.

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